viernes, 16 de noviembre de 2012

NEONES AZUL DE PRUSIA




   Estaba angustiado, intoxicado, sentía cómo sus pulmones ansiaban otros aires menos viciados, sus entrañas agonizaban y suplicaban un sosiego utópico en una urbe gris, desnaturalizada, ahogada en el hastío y la rutina.


    Cierto día, mientras caminaba por el asfalto caliente, arrastrado por una muchedumbre uniformada e impersonal, casi cae desvanecido. La falta de aire nublaba su vista, intentaba inspirar pero sus vías respiratorias se dilataban en vano. Con un gesto desesperado logró apoyarse en una farola, en la esquina junto al café donde desayunaba cada mañana. Mientras se asía encorvado, trataba de aflojarse el nudo de su corbata y así facilitar la entrada de oxígeno. Moléculas compuestas por enlaces de dos átomos de este preciado elemento. 
Dirigía en derredor sus fosas nasales pero lo único que detectaba su sentido olfatorio eran azufres, grasa de vehículos, aceites requemados. Estiraba el cuello buscando en las alturas, pero cuando alzaba la vista no conseguía ver el cielo, sólo una neblina sinuosa que difuminaba las formas, las enturbiaba componiendo figuras grotescas. Quizás eran sus ojos. Ojos irritados por el smog urbano. Los frotaba incrédulo buscando el sol, un resquicio de luz. Pero el sol no era más que un disco difuso y pálido refugiado tras un velo lechoso. A pesar de sus intentos por sobreponerse, la angustia iba creciendo, los edificios colindantes, cuyas azoteas se perdían en la neblina, comenzaban a bailar a su alrededor, parecían danzar cual gigantes a un ritmo acelerado y hasta diríase que reían a carcajadas a su costa. Rendido cayó en la acera a merced de la selva de asfalto, acero y cristal.


    El torrente de viandantes seguía su camino apenas desviado para esquivar el bulto que obstaculizaba su paso. Alguno que otro torcía el gesto y dirigía la mirada allí abajo, a los infiernos que nunca miraban, donde creían que nunca estarían, donde residen los tahúres que un día perdieron y se rindieron. Miraban con desdén y despreciaban a ese infeliz que se dejó vencer. No había tiempo para banalidades. El giro de cabeza apenas duraba un segundo y tras él, rápido vistazo al reloj. Habían perdido seguramente tiempo y recuperarlo obligaba a acelerar el paso. Volver la vista hacia el objetivo, decididamente hacia el taxi, autobús o boca de metro habitual. A vista de pájaro, las calles de la ciudad, abarrotadas de gente, parecían inundadas por un agua ponzoñosa que discurría en todas las direcciones.


    Cuando despertó, horas más tarde, estaba algo aturdido, recostado en la acera con la espalda sobre la pared a unos escasos metros de donde pensaba que se había desmayado. La mañana había dado paso a la noche y, en vez de incorporarse se quedó allí tirado, contemplando perplejo, como si fuera la primera vez, mientras sus ojos se acomodaban a la nueva visión. Las luces de neón coloreaban toda la ciudad. Azules, rojas, amarillas...fijas o intermitentes. Los rascacielos proyectaban su fulgor a través de sus cientos de ventanas encendidas, grandes paralelepípedos puntillados de luz. Triunfales carteles luminosos proyectaban sus anuncios en forma de hologramas tridimensionales. Algunos, infelices de voluntad maleable, quedaban atrapados por ellos y los miraban ensimismados. En ocasiones durante días. Los sonidos de aquellas voces, cantos de sirenas electrónicas, llegaban hasta sus oídos de todas direcciones y se solapaban promiscuamente.


    Al cabo de un rato se percató del escaparate de una tienda de aparatos de reproducción estereográfica que tenía a su espalda. Decenas de rectángulos planos que reproducían todos a la vez las mismas imágenes. El reproductor se había convertido en una orgía de fotogramas atropellados donde bombardeaban las mentes con anuncios publicitarios y, de vez en cuando, rellenaban los espacios con algún programa soez donde personajes ridículos entretenían de la forma más mediocre. Pero él, paralizado frente al cristal, no miraba el reproductor, se miraba a sí mismo. Miraba su imagen algo deformada reflejada en el cristal. 
Reparaba curioso en su traje barato arrugado, su camisa sucia, su corbata azarosamente anudada y su pelo desordenado. Ahora, por alguna razón que no alcanzaba adivinar, la corrección de su aspecto le importaba un pimiento. A medida que se contemplaba reparó en una sensación extraña. Sentía como si nunca se hubiera mirado de esa manera, como si jamás se hubiera mirado realmente, sin prisas, no tenía dónde ir ni qué hacer. Reparó en sus rasgos sorprendiéndole una mirada despierta, un aspecto de inocencia que no reconocía. Era un hombre enjuto y de cuerpo fibroso, sus cejas, pobladas y caídas, le otorgaban una mirada generalmente triste. Aunque en su rostro predominaba su nariz aguileña, la cual aceptaba con resignación.


    Al poco, un hombre se le acercó dirigiéndose a él amablemente.

    - ¡Chico! ¿Te encuentras bien? ¿Qué haces aquí parado en la calle sin un rumbo claro? - dijo extrañado -


    Era un individuo de piel lechosa e insalubre, pelo peinado hacia atrás y mostacho bien poblado que ocultaba su labio superior otorgando a su sonrisa un aire siniestro y traicionero. Su ropa, aunque de apariencia cara, no conseguía disimular una figura vulgar sin el menor atisbo de refinamiento ni en su porte y mucho menos en sus gestos.

    - Tan sólo estoy aquí, pensando. - dijo él -

    - Pensando...- repitió vocalizando lentamente como rumiando tal respuesta - Pensando en que esto que hemos construido no está hecho para vivir. No sé para qué, pero no para vivir.

    El extraño dibujó una sonrisa al creer comprender a qué se refería, a la vez que se preparaba para recordar los preceptos que machaconamente repetían los Padres Diseñadores de grado III por doquier.

    - ¡No sabes lo que dices muchacho! ¡Oh! ¡Qué bello es contemplar el glorioso legado del animal más dotado de cuantos han pisado este dichoso planeta! Maravillas jamás antes proyectadas, odas modernas dedicadas a ese maravilloso moldeador de sueños que llamamos cemento que, al igual que nuestro Creador todopoderoso utilizó el barro, moldeándolo para crear su gran obra, nosotros también moldeamos para dar sustrato firme a nuestra identidad, como grandes soberanos. Cuando diviso desde lo alto, cual general disponiendo sus tropas, miles de grúas enormes erigiéndose aquí y allá, bosques modernos interpretando en conjunto una coreografía embelesadora, no puedo más que soltar alguna que otra lagrimita.

    Siguió cada vez más exaltado.

    - ¡Dadme concesiones! ¡Permisos de obra! ¿Acaso hay mejor y más delicado perfume que el del asfalto caliente, el yeso fresco o la chapa recién soldada? Olvídate de esos estúpidos sueños románticos que contaminan el seso con historias de árboles y bosques que se extendieron como plagas en otro tiempo. La naturaleza es intrínsecamente caótica, formas desordenadas y caprichosas que no obedecen a ningún orden bien establecido, es sucia y poco higiénica. Si me diesen a elegir entre un camino irregular y pedregoso y una buena autopista bien asfaltada me quedo con la autopista sin dudarlo un instante. Sueño con una extensión infinitamente asfaltada, sin lugar siquiera para una repugnante brizna de hierba. ¡Vamos! ¡Superficies lisas de elegante negro mate, peraltes de diseño matemáticamente perfecto a disposición de gentes de bien, prácticas y de buen juicio!

   Al terminar su discurso se quedó mirando al joven, con ojos de lémur irritado mientras un hilillo de saliva descendía lentamente por su comisura izquierda.
    Nuestro protagonista sosegadamente volvió a mirar al escaparate, a su reflejo desfigurado del cristal. No sabía qué haría mañana, tan sólo sabía que nada volvería a ser igual.